Cuando todo hacía presagiar que esta ronda de conversaciones en Bangkok, Tailandia, llegaría a un final optimista, si no feliz, terminó con tantos desacuerdos que el panorama futuro es aún más sombrío. Los países desarrollados, causantes principales del cambio climático desean un nuevo tratado, mientras las naciones en vías de desarrollos quieren una extensión del Protocolo de Kioto. Lo que sí es claro, es que las naciones, principalmente las potencias occidentales, no están dispuestas a sacrificar nada del beneficio de sus ciudadanos a cambio de una mejoría general, en espera de lo que por el momento parece imposible: una solución final.
Es claro que cualquier proyecto por contrarrestar los efectos en el clima mundial deben contar con una financiamiento sostenido, que al parecer nadie está dispuesto a apoyar, teniendo en cuenta la crisis financiera mundial. Es comprensible, por tanto, que los países en desarrolllo se muestran tan frustrados y pesimistas, al percatrase que las naciones ricas no tienen la genuina intención de aportar los recursos necesarios.
Las divisiones que se han mostrado en Bangkok difícilmente serán superadas en la próxima ronda a llevarse a cabo en Barcelona, España, previa a la reunión en Copenhague, Dinamarca. Nadie parece estar dispuesto a renunciar a sus propios intereses a favor de temas ambientales en pro del interés común. Ningún país altamente industrializado ha mostrado reducciones significativas en la emisión de gases dañinos a la atmósfera, y en no pocos casos, incluso la han aumentado peligrosamente. De hecho, hasta hoy, el Congreso estadounidense no ha ratificado el Protocolo de Kioto, y nada apunta a que lo hará pronto.
Es patente que el asunto va más allá del aspecto meramente político y legal. Está claro que el aspecto tiene un ingrediente moral que los gobiernos del mundo quieren soslayar a favor de la recuperación económica. Aunque los Estados Unidos participaron de la ronda de Bangkok, en poco ha contribuído a despejar las dudas y contradicciónes. La inacción estadounidense en este tema, en especial durante la gestión Bush, es más evidente ahora. La falta de voluntad para cumplir las obligaciones impuestas por el Protocolo de Kioto -recortar más emisiones de las actuales y proveer ayuda financiera a los países más pobres- está complicando el panorama mundial.
Insistir en un discutir un nuevo acuerdo, dando fin al Protocolo de Kioto (que de nada ha servido tampoco) apunta a evitar que los Estados Unidos se vean comprometidos o perjudicados de algún modo. Como ha sucedido en el pasado, los estadounidenses sólo aprobarán un acuerdo que se ajuste únicamente a sus propios intereses; las demás potencias no tardarán en velar por sus propias exigencias... la factura la pagaremos todos a la larga.