Por primera vez, cincuenta y seis diarios de cuarenta y cinco países deciden hablar con una sola voz a través de un editorial común. La grave emergencia en la que se encuentra el medio ambiente exige responsabilidad y decisión de los líderes que se reúnen desde hoy en Copenhague. Es imperioso revertir el mayor fracaso de la política moderna.
Cincuenta y seis diarios de cuarenta y cinco países toman hoy la medida sin precedentes de hablar con una sola voz a través de un editorial común. Lo hacemos porque la humanidad enfrenta una grave emergencia. A menos que nos unamos para dar pasos decisivos, el cambio climático arrasará nuestro planeta y con él desaparecerán también la prosperidad y la seguridad.
Los peligros se vienen haciendo evidentes desde hace una generación. Ahora los hechos empezaron a hablar: once de los últimos catorce años fueron los más cálidos de la historia; el casquete de hielo ártico se funde y los elevados precios que alcanzaron el año pasado el petróleo y los alimentos constituyen un anticipo del futuro caos. En las publicaciones científicas, la cuestión ya no es si los seres humanos son los culpables, sino el escaso tiempo que nos queda para limitar el daño.
Hasta ahora, sin embargo, la respuesta del mundo es débil y ambivalente.El cambio climático es algo que se viene produciendo desde hace siglos, tiene consecuencias perdurables, y la lucha contra el mismo se determinará en los próximos catorce días.
Instamos a los representantes de los ciento noventa y dos países reunidos en Copenhague a no vacilar, a no incurrir en disputas, a no culparse mutuamente, sino a aprovechar la oportunidad de revertir el mayor fracaso moderno de la política. No debe haber una lucha entre el mundo rico y el pobre, ni entre Oriente y Occidente.
El cambio climático nos afecta a todos, y todos debemos resolverlo.La ciencia es compleja, pero los hechos son claros. El mundo tiene que tomar medidas para limitar a dos grados el aumento de la temperatura, objetivo que exigirá que se limiten las emisiones globales y que éstas empiecen a reducirse en el transcurso de los próximos cinco o diez años.
Un nuevo aumento de entre tres y cuatro grados -el menor que cabe esperar si no se toman medidas- secaría los continentes y convertiría las tierras de cultivo en desiertos. Se extinguiría la mitad de las especies, millones de personas se verían obligadas a desplazarse y el mar invadiría países enteros.
Pocos creen que a esta altura Copenhague pueda dar lugar a un tratado completo. El avance real hacia ese tratado sólo pudo comenzar con la llegada del presidente Obama a la Casa Blanca y la reversión de años de obstruccionismo estadounidense. El mundo, sin embargo, sigue estando a merced de la política interna de los Estados Unidos, dado que el Presidente no puede adoptar un compromiso pleno con las medidas necesarias hasta que lo haya hecho el Congreso de su país.
Pero los políticos presentes en Copenhague pueden y deben acordar los elementos esenciales de un acuerdo justo y efectivo, y sobre todo un estricto cronograma para convertirlo en un tratado. Su plazo debe ser la reunión de la ONU sobre el cambio climático que se realizará en junio en Bonn. Como señaló un negociador: "Puede llevarnos más tiempo, pero no podemos permitirnos una repetición."El eje de ese acuerdo debe ser un convenio entre el mundo rico y el mundo en vías de desarrollo que comprenda cómo se va a dividir la carga de la lucha contra el cambio climático y cómo compartiremos un nuevo recurso precioso: el billón de toneladas de carbono que podemos emitir antes de que el mercurio alcance niveles peligrosos.
A los países ricos les gusta destacar que la verdad aritmética es que no puede haber una solución hasta que gigantes en vías de desarrollo como China tomen medidas más drásticas que las que adoptaron hasta ahora. Pero el mundo rico es responsable de la mayor parte del carbono acumulado, de las tres cuartas partes de todo el dióxido de carbono que se emitió desde 1850.
Ahora tiene que ponerse a la cabeza, y todo país desarrollado debe comprometerse a hacer reducciones específicas y significativas que, en su conjunto, en diez años reducirán las emisiones del mundo rico a un nivel muy inferior al que tenía en 1990.
Los países en vías de desarrollo pueden señalar que no fueron ellos los que provocaron el grueso del problema, y también que las regiones más pobres del mundo van a ser las más afectadas. Pero deben aceptar que en el futuro contribuirán cada vez más al calentamiento y, por lo tanto, tienen que comprometerse a tomar medidas propias importantes y medibles. Si bien todos hicieron menos que lo que algunos habían esperado, las recientes decisiones de los mayores contaminadores del mundo -los Estados Unidos y China- en cuanto a adoptar metas de emisión constituyeron pasos importantes en la dirección correcta.
La justicia social exige que el mundo industrializado aporte más recursos y comprometa fondos para ayudar a los países más pobres a adaptarse al cambio climático, así como tecnologías limpias que les permitan crecer económicamente sin aumentar el nivel de sus emisiones. La arquitectura de un futuro tratado también debe precisarse mediante un riguroso monitoreo multilateral, recompensas adecuadas para la protección forestal y una evaluación creíble de las "emisiones exportadas", de modo tal que la carga pueda llegar a compartirse de forma más equitativa entre quienes crean productos contaminantes y los que los consumen. Esa equidad, por otra parte, implica que la carga que asuma cada país desarrollado esté en relación con la capacidad del mismo. Por ejemplo, los miembros más nuevos de la UE, que suelen ser mucho más pobres que "la vieja Europa", no deben sufrir más que sus socios más ricos.
La transformación será cara, pero mucho menos que el rescate de las finanzas globales, y mucho menos costosa que las consecuencias de no hacer nada.
Muchos de nosotros, sobre todo en el mundo desarrollado, tendremos que cambiar nuestra forma de vida. La era de los vuelos que cuestan menos que el traslado en taxi al aeropuerto se acerca a su fin. Tendremos que comprar, comer y viajar de manera más inteligente. Vamos a tener que pagar más por la energía, y también usarla menos. Pero el pasaje a una sociedad baja en carbono ofrece la perspectiva de más oportunidades que sacrificios. Algunos países ya reconocieron que abrazar la transformación puede generar crecimiento, empleo y una mejor calidad de vida. El flujo de capital cuenta su propia historia: el año pasado por primera vez se invirtió más en formas renovables de energía que en producir electricidad a partir de combustibles fósiles. Erradicar nuestro hábito de carbono en el transcurso de unas pocas décadas exigirá una hazaña de ingeniería e innovación comparable con otras que tuvieron lugar en la historia. Sin embargo, mientras que llevar al hombre a la Luna o dividir el átomo fueron cosas que nacieron del conflicto y la competencia, la carrera del carbono debe ser producto de un esfuerzo cooperativo para alcanzar la salvación colectiva.
Superar el cambio climático supondrá un triunfo del optimismo sobre el pesimismo, de la visión sobre la miopía, de lo que Abraham Lincoln llamó "los mejores ángeles de nuestra naturaleza".Es con ese espíritu que cincuenta y seis diarios de todo el mundo se unieron detrás de este editorial.
Si nosotros, que tenemos puntos de vista políticos y nacionales tan diferentes, podemos ponernos de acuerdo sobre qué debe hacerse, entonces sin duda nuestros gobernantes también pueden hacerlo.
Los políticos presentes en Copenhague tienen el poder de conformar el juicio de la historia sobre esta generación, una generación que tomó conciencia de un desafío y estuvo a la altura del mismo, o una generación tan estúpida que vio venir la calamidad pero no hizo nada para evitarla. Les imploramos que tomen la decisión correcta.
(Traducción de Joaquín Ibarburu, para Clarín de Buenos Aires)