El preparador le ofreció un bebedizo agridulce. Tomó unos sorbos. Apenas podría tragar. La ansiedad le estrechaba la garganta, le sobresaltaba el corazón, le atenazaba las manos. Aun así se incorporó, caminó inseguro hacia la rampa de salida, se ajustó las protecciones de brazos, piernas, pecho, manos… el casco, la visera… sopesó el tacto de la'Espada' y salió decidido, en apariencia inmutable, hacia la victoria o el fin.
No era la primera vez que sucedía, de hecho ya conocía los laureles del triunfo y las hieles del fracaso, pero esta vez sabía que había llegado su hora, aunque nadie lo creyera. Se llamaba Miguel, un coloso procedente del norte de Hispania al que todos apodaban Miguelón, y esa fue su última salida, su luz se agotó camino a los Picos de Europa, apagada entre las garras del patrón y la mirada atónita de la multitud. Ahora disfruta de una saludable libertad.A José Tomás la sangre de los toros le sabe igual que la suya. Ya no sabe distinguirlas. En la última ocasión se entretuvo a mirarla y esa fue su perdición. Mirar la sangre fijamente no es bueno. Pero cuando bajas a la arena no hay forma de olvidarla. Sangre en el ruedo, en los tendidos, en los rostros, en la mirada del toro y en la capa. Sangre en la garganta, en los pañuelos, en los claveles clavados en la espalda del toro. Sangre en la lengua, en las orejas, en la vuelta al ruedo. Y ahora ya es sangre sola su vida. Sangre mezclada con anticoagulantes. Y ahora piensa si no hubiera sido mejor mirar al cielo antes del último lance.
Su vida se debate ahora entre el pánico y el arte, entre la muerte y la puerta grande, pero él sabe que solo el pueblo que le admira podrá concederle la libertad gloriosa y saludableEl último se llama Alberto, alias 'Espartaco de Pinto', el último gladiador del sillín y las dos ruedas. La serpiente multicolor le envenenó la sangre y él la derramó por los montes de Europa. Le hemos visto sudar, llorar, ahogarse, arriesgar la vida. Le hemos admirado, elogiado, juzgado y… una sola vez indultado, después de su última batalla. Pero ya nunca será el mismo. Quizá se haya ganado la calma saludable, pero muchas noches de insomnio quizá hubiera preferido la gloria de una gesta inhumana.También las hay que se llaman Marta, y Edurne, y Conchita, y… también padecen este síndrome. Las vemos sudar, llorar, triunfar, caer, agotarse, levantarse… Contemplamos sus sufrimientos como si fueran nuestros, sus triunfos como si fueran nuestros. Intuimos su dolor, su latido, su agonía y su felicidad como si fueran nuestros. Eso podemos hacerlo gracias a la empatía, y a que tenemos neuronas espejo, y dopamina, y endorfinas… y así nos hacemos adictos a su esfuerzo y su triunfo sin movernos del sillón. Ellos son los modernos gladiadores, enfermos de un síndrome causado por el deporte-espectáculo-negocio, y nosotros el pueblo insano, que los contempla y sigue, los elogia o vitupera, los admira o los ignora. Sus síntomas son el éxito y el fracaso, el abrazo y el olvido, la angustia y la felicidad, la gloria y el ostracismo, la aparición y la extinción, la riqueza y la pobreza. Y nosotros pagamos por verlos sufrir, y triunfar, y caer, y levantarse, y vivir, y morir…
Pero casi nunca, casi nadie, les pregunta qué sienten por padecerlo, qué angustias estrechan sus insomnios, que melancolías oscurecen sus ocasos, qué fines les esperan después de tantas metas conseguidas, qué muerte les aguarda después de tanto riesgo de vida, qué vida les queda para ellos después de darnos tanta a los demás. Pero, ¿qué ocurre cuando su cuerpo se agota, cuando su estrella se apaga, cuando la prensa los ignora? Para eso ya no tenemos neuronas, ni dopamina, ni empatía. Entonces los juzgamos, los condenamos, los perdonamos o los ignoramos. ¿Qué pasa entonces por su mente, por su corazón, por sus insomnios? Ese es el Síndrome del Gladiador. Ellos lo padecen por nosotros. Permitámosles al menos unos sorbos del agridulce bebedizo.
No era la primera vez que sucedía, de hecho ya conocía los laureles del triunfo y las hieles del fracaso, pero esta vez sabía que había llegado su hora, aunque nadie lo creyera. Se llamaba Miguel, un coloso procedente del norte de Hispania al que todos apodaban Miguelón, y esa fue su última salida, su luz se agotó camino a los Picos de Europa, apagada entre las garras del patrón y la mirada atónita de la multitud. Ahora disfruta de una saludable libertad.A José Tomás la sangre de los toros le sabe igual que la suya. Ya no sabe distinguirlas. En la última ocasión se entretuvo a mirarla y esa fue su perdición. Mirar la sangre fijamente no es bueno. Pero cuando bajas a la arena no hay forma de olvidarla. Sangre en el ruedo, en los tendidos, en los rostros, en la mirada del toro y en la capa. Sangre en la garganta, en los pañuelos, en los claveles clavados en la espalda del toro. Sangre en la lengua, en las orejas, en la vuelta al ruedo. Y ahora ya es sangre sola su vida. Sangre mezclada con anticoagulantes. Y ahora piensa si no hubiera sido mejor mirar al cielo antes del último lance.
Su vida se debate ahora entre el pánico y el arte, entre la muerte y la puerta grande, pero él sabe que solo el pueblo que le admira podrá concederle la libertad gloriosa y saludableEl último se llama Alberto, alias 'Espartaco de Pinto', el último gladiador del sillín y las dos ruedas. La serpiente multicolor le envenenó la sangre y él la derramó por los montes de Europa. Le hemos visto sudar, llorar, ahogarse, arriesgar la vida. Le hemos admirado, elogiado, juzgado y… una sola vez indultado, después de su última batalla. Pero ya nunca será el mismo. Quizá se haya ganado la calma saludable, pero muchas noches de insomnio quizá hubiera preferido la gloria de una gesta inhumana.También las hay que se llaman Marta, y Edurne, y Conchita, y… también padecen este síndrome. Las vemos sudar, llorar, triunfar, caer, agotarse, levantarse… Contemplamos sus sufrimientos como si fueran nuestros, sus triunfos como si fueran nuestros. Intuimos su dolor, su latido, su agonía y su felicidad como si fueran nuestros. Eso podemos hacerlo gracias a la empatía, y a que tenemos neuronas espejo, y dopamina, y endorfinas… y así nos hacemos adictos a su esfuerzo y su triunfo sin movernos del sillón. Ellos son los modernos gladiadores, enfermos de un síndrome causado por el deporte-espectáculo-negocio, y nosotros el pueblo insano, que los contempla y sigue, los elogia o vitupera, los admira o los ignora. Sus síntomas son el éxito y el fracaso, el abrazo y el olvido, la angustia y la felicidad, la gloria y el ostracismo, la aparición y la extinción, la riqueza y la pobreza. Y nosotros pagamos por verlos sufrir, y triunfar, y caer, y levantarse, y vivir, y morir…
Pero casi nunca, casi nadie, les pregunta qué sienten por padecerlo, qué angustias estrechan sus insomnios, que melancolías oscurecen sus ocasos, qué fines les esperan después de tantas metas conseguidas, qué muerte les aguarda después de tanto riesgo de vida, qué vida les queda para ellos después de darnos tanta a los demás. Pero, ¿qué ocurre cuando su cuerpo se agota, cuando su estrella se apaga, cuando la prensa los ignora? Para eso ya no tenemos neuronas, ni dopamina, ni empatía. Entonces los juzgamos, los condenamos, los perdonamos o los ignoramos. ¿Qué pasa entonces por su mente, por su corazón, por sus insomnios? Ese es el Síndrome del Gladiador. Ellos lo padecen por nosotros. Permitámosles al menos unos sorbos del agridulce bebedizo.